Mi familia y yo tuvimos la brillante idea de acometer una reforma integral en nuestra vivienda aprovechando este período de vacaciones. Para ello nos hemos visto obligados a vaciar por completo la vivienda y llevar todo a un guardamuebles. Cuando toda la mudanza acabó contemplar la casa vacía, solo suelos, paredes desnudas y demás generaba una extraña sensación y un cierto temor. Surgían las preguntas ¿habrá la coordinación adecuada entre todos los que intervienen en la obra de reforma?, ¿estará finalizado todo a tiempo para volver a traer los muebles a casa en la fecha prevista?, ¿quedará la casa tal y como nos la hemos imaginado tantas veces después de elegir colores, suelos, puertas, etc.?. Añadamos a todo eso el tener que hacer una maleta con lo más imprescindible para irte a ocupar una casa que te dejan y no es propia.
Ante todo ello me acordaba de las numerosas ocasiones en las que he abordado el dichoso tema de la denominada zona de confort, tanto en clases como en sesiones de acompañamiento y desarrollo con clientes.
Allí me encontraba yo ante una vivienda vacía y llena de defectos pero que me había dado cobijo durante todos estos últimos años. Allí estaba yo con unas bolsas de viaje, llenas de ropa y cosas, para hacer vida en otro lugar. Y de repente fui consciente de mi provisionalidad y de cómo me afectaba ese cambio, a pesar de haber sido yo quien había elegido ese cambio y esa incertidumbre temporal a la espera de una vuelta a la normalidad, que tenía plazo concreto. A pesar de tener la perspectiva de una clara mejora para mi vida en todos los sentidos. Aun así, cuánto me estaba costando salir de esa zona de confort, como me aferraba a ella.
La zona de confort no suele ser un capricho que algunas personas se inventen. Suele ser una realidad vital construida con esfuerzo y dedicación, en soledad y/o con otros a lo largo de diferentes e importantes momentos de nuestra vida. Y no es fácil desprenderse de esa realidad aunque sepamos que todo tiene fecha de caducidad. Es muy fácil hablar de zona de confort, pontificar sobre ella y sobre la necesidad del cambio. Pero hemos de entender la dificultad de desprendernos de lo que hemos construido y vivido. Hemos de entender nuestro miedo a la provisionalidad y a la incertidumbre. Y especialmente hemos de entender, aún más, la aversión al cambio y el aferrarse a la zona de confort si ni siquiera sabemos lo que nos vamos a encontrar o si lo que hay es “nada”
No puedo afirmar que “cualquier tiempo pasado fue mejor” porque no sería cierto, pero tampoco abrazo sin reticencias que “lo mejor está por venir”.
Quizás se pueda gestionar con facilidad y sobre el papel el cambio y la zona de confort, pero no podemos gestionar con facilidad y ligereza a las personas. Ahí comenzamos a pisar suelo sagrado y hemos de entender, además, algo muy importante: no todos tenemos el mismo ritmo para desprendernos, para salir de la zona, para desaprender y volver a aprender.
Posiblemente la modernidad esté volviendo todo demasiado uniforme y lineal. Quizás la modernidad solo admita un modo de comprender y vivir la vida, pero eso es el mapa y nosotros, las personas, somos el territorio. No debiéramos olvidarlo ni confundirlos.