¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Recordaría aquel día en que un personaje peculiar le dijo que se alegrara porque iba a concebir y dar a luz un hijo que lo sería del Altísimo? ¿Guardaría, todavía, en su corazón el calor de aquél momento?
¿Recordaría con intensidad el momento en que fue a ver a su prima Isabel? ¿Seguiría escuchando las palabras de su prima y como esta le decía que el niño que llevaba en su interior había saltado de alegría al escuchar a la madre de su señor? ¿Recordaría el maravilloso canto de alabanza que entonó?
¿Mantendría esa mujer todo eso vivo en su corazón?
¿Qué pasaría por su cabeza viéndose con la tripa enorme, con dolores de parto, a punto de dar a luz a su hijo, encima de un borrico mientras ella y su marido buscaban un lugar donde poder alojarse y traer a su hijo al mundo?
Y su marido. ¿Qué pensaría ese hombre que había aceptado acoger a su mujer embarazada y todo porque otro personaje peculiar le había dicho que ese embarazo era obra del Espíritu Santo? ¿Qué pasaría por su cabeza mientras buscaba cobijo para él, su mujer y la criatura que iba a nacer? ¿No sería normal que pensase que si todo aquello era obra de Dios los acontecimientos debieran ser de otra manera?
Sospecho que esos momentos y muchos otros no debieron ser nada fáciles. Imagino miedos, sensación de abandono e incluso pensar que todas aquellas cosas que les habían dicho no eran más que un engaño, una historia falsa. Y allí estaban ellos, solos, sin nadie, sin casa y a punto de ser padres de un niño en el que poco habían tenido que ver en su concepción pero del que les habían anunciado maravillas y sobre el que les habían pedido que sobre él volcaran todos sus afectos y cuidados.
Si hacemos un ejercicio de empatía y nos calzamos en las sandalias de aquella pareja seguramente asomarían a nuestra cabeza y corazón expresiones tales como ¡qué miedo!, ¡qué angustia!, y sobre todo ¿dónde está Dios?
Poco más sabemos de esta historia del nacimiento. San Lucas nos cuenta que envolvieron al niño en pañales y lo acostaron en un pesebre porque no había sitio en el alojamiento. Considerando la magia con que todo había comenzado, no hubiera sido de extrañar que alguien se cuestionara muchas cosas ante ese momento presente.
En fin. Yo me quedo con esos padres que no lo tuvieron fácil pero que creyeron y esperaron hasta lo indecible (tal vez los pastores que se acercaron volvieron a llevar alivio y calor a sus corazones al escuchar los que estos narraban que un ángel les había dicho). Y me quedo con un niño que nació a escondidas, con sencillez, dando una lección que, me temo, todavía no hemos comprendido.
Hemos renunciado a ser sencillos pensando que nuestra sofisticación nos haría mejores y más importantes. Me temo que lo único que hemos conseguido es ser cada vez más simples y con menos esperanza.
¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra al hombre paz! ¡Feliz Navidad!