Terminé a finales del pasado verano la lectura del libro “Las uvas de la ira” del escritor americano John Steinbeck. Aproveché, también, aquellos días de asueto para ver la magnífica película que con el mismo título y basándose en el libro realizó de forma magistral John Ford.
El libro nos relata la época de la depresión de los años 30 en Estados Unidos y como la misma afectó a millones de personas que se vieron obligadas a convertirse casi en extraños en su propio país. La historia se centra en la familia Joad, que deberá emigrar desde Oklahoma hasta California en busca no de limosnas sino de trabajo. Esta familia verá cómo les desahucian de su casa, de las tierras que cultivaban y de las que eran arrendatarios. Deberá iniciar el largo camino de la emigración interior viajando en un destartalado camión, en unas condiciones muy difíciles y soportando a lo largo del camino muchas veces el desprecio de otros por el mero hecho de ser pobres.
Nada en el libro es prescindible. Todo nos recuerda como el ser humano puede ser visto por otro ser humano. En su viaje, pocas veces encontrarán amabilidad y servicio. Pocas veces podrán comer con cierta decencia. Y no es una novela de las que termina bien, al contrario que la película cuyo final es más optimista.
Me permito reproducir casi de forma literal una de las vivencias que la novela nos pone delante de los ojos y del corazón.
Es el relato de uno de los muchos arrendatarios que se verá obligado a dejar la tierra que ha estado trabajando desde hace muchos años. Contempla como como una máquina tractora remueve por completo la tierra que el antes ha trabajado con sus manos. Reconocerá al conductor del tractor cuando este pare a comer. Es el hijo de otro granjero. Le preguntará que por qué hace ese trabajo yendo contra su propia gente. La respuesta que recibirá es que por ese trabajo recibirá tres dólares al día y lo hace porque se hartó de suplicar para comer y no conseguir nada. Y tenía mujer e hijos que tenían que comer.
El arrendatario desahuciado le responderá que eso es verdad pero para que él gane tres dólares al día, 15 o 20 familias se quedarán sin comer. El conductor le dirá que ya no se puede vivir de la tierra a menos que tengas una enorme cantidad de terreno, le dirá que los tiempos están cambiando.
Cuando ese conductor advierte al arrendatario que tendrá que derribar su casa el arrendatario le contestará que “la levanté con mis propias manos… es mía. Yo la construí. Atrévete a chocar con ella, yo estaré en la ventana con el rifle. Que se te ocurra siquiera acercarte de más y te dejo seco como a un conejo.
No soy yo. Yo no puedo hacer nada. Pierdo el empleo si no sigo órdenes. Y, mire, suponga que me mata, simplemente a usted lo cuelgan, pero mucho antes de que le cuelguen habrá otro tipo con el tractor y él echará la casa abajo. Comete usted un error si me mata a mí.
Eso es verdad –dijo el arrendatario- ¿Quién te ha dado las órdenes? Iré a por él. Es a ese a quien debo matar.
Se equivoca, el banco le dio a él la orden. El banco le dijo: o quitas de en medio a esa gente o te quedas sin empleo.
Bueno en el banco hay un presidente, están los que componen la junta directiva. Cargaré el peine del rifle e iré al banco.
El conductor arguyó:
Un tipo me dijo que el banco recibe órdenes del este. Del gobierno. Las órdenes eran: o consigues que la tierra rinda beneficio o tendrás que cerrar.
Pero, ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre.
No sé, quizás no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres. Como usted ha dicho pueda que la propiedad tenga la culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes.
Tengo que reflexionar –respondió el arrendatario- Todos tenemos que reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres y te juro que eso es algo que podemos cambiar”
No creo que sea necesario añadir nada más.
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