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Hoy hace ya un año que mi madre falleció. Es tremendo como pasa el tiempo.

La víspera de su fallecimiento, por la tarde, recuerdo la alegría y el rostro sonriente después de haber recibido los santos oleos y la comunión. Eso para ella era muy importante. Siempre vivió una fe discreta pero profunda que la hizo poner su vida y la de su familia en manos de Dios durante toda su vida.

También fue para ella una enorme alegría saber que esa misma tarde habían estado en el hospital sus nietos y nietas para verla. ¡Cuánto los quería y qué orgullosa estaba de ellos!

Aunque la mañana de su fallecimiento amaneció inquieta y nerviosa, poco a poco perdió la consciencia y permaneció tranquila hasta el final. Así fue su marcha. Sin hacer ruido, como fue su longeva vida de 96 años, a pesar de los muchos y duros avatares que le tocó vivir. Tuvimos la oportunidad de acompañarla y estar a su lado durante sus últimas horas.

En el momento del adiós definitivo creo que tuve la suerte de que en mi mente se alojara un pensamiento hermoso. Veía a mi padre, que había fallecido 48 años atrás, como venía caminando por el pasillo del hospital y se acercaba a la cama en la que estaba mi madre y cogiéndola de la mano la decía “ven Rosina, como la llamaba él, tenemos tantas cosas que contarnos” Así les veía marcharse. Pensar que volvían a reencontrarse después de tantos años separados era una imagen que me consolaba. No sé cómo será el cielo, donde estoy seguro que estarán ambos, pero me gustaría pensar que tuvieron la oportunidad de volver a pasear y charlar juntos de la mano y contarse muchas cosas. Y desde allí mirar a su familia, a nosotros. Ojalá que lo que sientan sea orgullo y alegría al mirarnos a cada uno.

Creo que nos enseñaron a ser buenas personas y decentes como le gustaba decir a mi madre. Espero que siempre lo seamos. Sería el mejor homenaje que podríamos hacerla.

Hasta siempre mamá.